Si algo nos caracteriza a los seres humanos es nuestra enorme capacidad de desear y nuestro abismal miedo. Un binomio indivisible como dicen los budistas. Como especie pensante, disociada y omnipotente, se nos da la gana desear cuanta cosa podría ser imposible en nuestras vidas, y además, lograrla.
Quisimos volar y nos inventamos los aviones, helicópteros, parapentes, globos.
Quisimos ser invencibles y construimos toda clase de artefactos bélicos que van desde la modesta daga hasta la destructiva bomba de neutrones.
Quisimos ser siempre jóvenes y entonces buscamos modelar nuestro físico a través de ejercicios, dietas, tratamientos cosméticos, etc., que disminuyeran el paso inevitable del tiempo o nos devolvieran una apariencia más atractiva en el espejo.
Nos hartamos de nuestro género biológico y ahora andamos por el mundo como una extraña comparsa de posibilidades queriendo ser lo que nunca podremos ser: el del género contrario. A pocos se les ocurren fines más nobles como ser mejores personas, tolerantes, amorosas y creativas.
No es de extrañar entonces que conforme avanzamos en nuestros fantásticos proyectos de autorectificación los miedos crezcan proporcionalmente, al punto de que hoy, nuestro drama se reduce a dos protagonistas: el enorme catálogo de deseos inalcanzables que con dificultad cargamos bajo el brazo y el miedo a comprobar nuestros irremediables límites: vulnerabilidad y finitud.
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